Era el chico que se comía todo en un cumpleaños, porque en su casa no había, en su casa nunca había nada rico. No compraban coca, había, a veces, jugo tang o jugo de manzana o ese jugo de naranja asqueroso concentrado. Su mamá no creía en la coca: muchas caries, y el gas y el color (nada que tuviera ese color podía ser bueno). Su papá tampoco creía en la coca, pero por otras razones: era el producto nro. 1 del monopolio, de los ricos, sus jefes, otras versiones de sus jefes. A los que les robaba de a poquito, robo hormiga, solo cuando lo necesitaba, aunque siempre se jacto de ser de los pocos en su puesto que no lo hacían. (Además la coca era moderna y a él le gustaba lo antiguo).
La plata no alcanzaba, la plata nunca alcanzaba… el chico quería jugar al básquet y las zapatillas eran caras ($200) y se estiraban, se estiraban y se estiraban un poquito más y llegaban, llegaban al cielo y compraban las zapatillas. El chico jugaba mal al básquet y no lo ponían en el equipo, y no se hacía amigos, el plan fallaba.
El chico jugaba mal al fútbol y le daba vergüenza y no quería ir, lloraba. En el colegio tampoco, se adaptaba, no del todo, se hacía amigos y le pedían que les muestre el pito. Como el diría años más tarde: “se habló en el colegio”, pero nada.
Tenía otro amigo, pero a él no le gustaba, era rubio y dibujaba todo el día. Al rubio no le importaba tener amigos, por lo tanto, automáticamente los tenía y cuando crecieron se hizo estrella de cine.
Terminaba la primaria y había que hacer el curso, había que entrar al Nacional. Hacer el curso y entrar, sí o sí, como hizo su hermano. Porque su vida, toda la vida, dependía de ello. Entró treinta y cuatro de ocho mil y nunca se olvidaron.
4 de junio de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario