“Like
when someone dies, don’t dwell on it.”
Joan
Didion, Blue Nights.
Mis hermanitas están tristes porque se
les rompió el perro. Hice un esfuerzo por saber cuándo fue la última vez que
estuve triste por algo relacionado con el mundo animal y creo que fue en el ’94
cuando la única chinchilla que me quedaba se murió ahogada en la pileta. Igual,
siendo sincera pasó sin pena ni gloria, ya había perdido muchas mascotas.
Lloré cuando se murió mi primer pececita:
María Santa Rosa, me la habían regalado como “souvenir” de un cumpleaños y
volví a casa triunfante con la bolsita con el pez naranja. Mi madre, siempre
austera y discreta, se negó a comprarle una pecera decorada y María Santa Rosa
pasó sus días en un frasco enorme, transparente y alto, que antes contuvo
cereales o galletitas. Estaba en lo de mis abuelos cuando se murió mi flamante
mascota, no era mi primer mascota pero sí fue la primera en morirse (de todo el
resto me separé de común acuerdo). Madre llamó y lloré sin tener idea por qué.
Años más tarde me confesó que el funeral consistió de una ceremonia simple en
la que ella arrodillada despidió a María Santa Rosa en el inodoro, como una
bulímica despide los restos pringosos de un atracón.
Tres años después tenía siente y mi pony empezó
a romperse. Yo le había querido poner Kitty, como Ana Frank a su diario, pero
en el campo me ganaron de mano y le pusieron Pequeña, nombre que siempre odié
para un animal al que siempre amé. Aún enferma y loca yo era la única que podía
montar a Pequeña Kitty sin que me tirase.
Su deterioro fue lento y en el medio me rompí yo. Ella se murió, yo no.
Desde que me rompí jamás volvimos a ir al campo en que alguna vez fuimos
felices, más felices que en el suburbio en el que vivíamos, haciendo lo posible
por pasar más tiempo ahí que en nuestra casa de Ricardo Gutierrez (en
Martínez). En algún momento de ese período, entre la Muerte de Pequeña Kitty y
mi veloz deterioro, mi mamá descolgó los cuadritos con fotos que teníamos en el
pasillo. Asumo que fue en forma de protesta, discreta y austera, porque su hija
rubia de ojos azules inmensos y amor por los animales apenas circulaba por la
casa, siempre en camisón y nunca volvería a ser igual. Asumo que mi madre tuvo
lágrimas en los ojos mientras en furioso silencio descolgaba los cuadritos que guardó
en una caja para siempre. Porque
hay recuerdos que son sólo eso, cosas que uno no quiere recordar, que no quiere
ver nunca más, todo lo que ya no es y no va a volver a ser. Mis fotos con
Pequeña, chiquita, sorprendida, enamorada y sonriente, haciéndole mimos como no
le hice a nadie más por los siguientes 20 años. Esos recuerdos que son sólo
pruebas de que nunca vas a poder volver a ahí, a ese lugar del que no
disfrutaste por completo en el momento en el sucedía. Algo así deben haber sido
esos cuadritos para mi madre. Deben serlo incluso hoy porque mudó esa caja
muchas veces sin abrirla. Me consta. Tal vez es un intento de dejar ese
pretérito perfecto así, como estaba, como fue perfecto y pasado.
***
Miles de años después mientras mi papá
recorría una de las casas posteriores de mi madre, la que ella sola construyó y
en la que nunca durmió. Ambos ya divorciados, ya con nuevas parejas hacían el
tour, ese que algún protocolo inventado por un curioso indica que te paseen por
una casa como si fuera un museo con la diferencia de que ahí está todo vivo, it’s all happening. Cuenta la leyenda
que mi papá se detuvo un buen rato frente a mi cuarto y el de mi hermana, dio
un giro de 180 grados y le dijo a mi mamá: “no sabés cómo te envidio, yo todos
los días tengo que pasar por los cuartos de las chicas vacíos y vos las tenés
siempre.” Cuando mi papá vino a conocer la actual casa de mi madre – un
departamento grande pero no tanto, elegante pero modesto, lleno de luz y
ventanas y pasillos eternos pero jamás lúgubres - quedó fascinado,
la felicitó a mi madre enfáticamente “vos siempre fuiste mucho mejor que
yo para comprar propiedades.” Un par de días después apareció con algunos
muebles que había comprado en un remate esa tarde que conoció Figueroa Alcorta,
especialmente pensando en mi madre, pobre, es corto de vista y le pegó a la mitad,
pero vino a traer algunos como si fueran ofrendas al Mago de Oz o un recién nacido.
Mi hermana y yo nunca estábamos en estos
casos pero estas fueron las explicaciones que recibimos y los escenarios que
tácitamente armamos para completar los baches en esas historias contadas con
mucha discreción y algo de vergüenza. La narrativa elegida.
Porque mi papá siguió enamorado de mi madre años después,
porque aunque él la dejó nunca pudo procesar el final de todo eso como la gente
procesa sus separaciones. Porque como le confesó a mi madre una vez: ese pasado
en Ricardo Gutierrez, los cuatro juntos, nosotras tres rubias y sonrientes, las
flores en las ventanas y las vacaciones locas todos juntos quedó, para él,
encerrado en el castillo de Magic Kingdom, lugar al que –como todas las
familias de los noventas, casi por obligación legal- fuimos y pretendimos
disfrutar. Aunque nunca tanto como los fines de semana en el campo, volviendo a
Buenos Aires apurados para comer pizza en nuestro lugar favorito, cocinar
fondue en casa o inventar algún programa/empresa rarísimo que sólo nosotros
podríamos haber ideado, con la mente de mi padre y el pragmatismo de mi madre.
***
Mañana me operan a mí y al perro de mis
hermanitas. Mi papá, naturalmente, va a estar en la sala de espera de la
clínica veterinaria. Porque yo ya soy grande, porque puedo sola, porque las
cosas cambiaron y porque mi papá nunca pudo lidiar con que su hija, primogénita
y perfecta, se rompa para siempre.