martes, 29 de mayo de 2012

Animales salvajes



“Like when someone dies, don’t dwell on it.”
Joan Didion, Blue Nights.


Mis hermanitas están tristes porque se les rompió el perro. Hice un esfuerzo por saber cuándo fue la última vez que estuve triste por algo relacionado con el mundo animal y creo que fue en el ’94 cuando la única chinchilla que me quedaba se murió ahogada en la pileta. Igual, siendo sincera pasó sin pena ni gloria, ya había perdido muchas mascotas.

Lloré cuando se murió mi primer pececita: María Santa Rosa, me la habían regalado como “souvenir” de un cumpleaños y volví a casa triunfante con la bolsita con el pez naranja. Mi madre, siempre austera y discreta, se negó a comprarle una pecera decorada y María Santa Rosa pasó sus días en un frasco enorme, transparente y alto, que antes contuvo cereales o galletitas. Estaba en lo de mis abuelos cuando se murió mi flamante mascota, no era mi primer mascota pero sí fue la primera en morirse (de todo el resto me separé de común acuerdo). Madre llamó y lloré sin tener idea por qué. Años más tarde me confesó que el funeral consistió de una ceremonia simple en la que ella arrodillada despidió a María Santa Rosa en el inodoro, como una bulímica despide los restos pringosos de un atracón. 

Tres años después tenía siente y mi pony empezó a romperse. Yo le había querido poner Kitty, como Ana Frank a su diario, pero en el campo me ganaron de mano y le pusieron Pequeña, nombre que siempre odié para un animal al que siempre amé. Aún enferma y loca yo era la única que podía montar a Pequeña Kitty sin que me tirase.  Su deterioro fue lento y en el medio me rompí yo. Ella se murió, yo no. Desde que me rompí jamás volvimos a ir al campo en que alguna vez fuimos felices, más felices que en el suburbio en el que vivíamos, haciendo lo posible por pasar más tiempo ahí que en nuestra casa de Ricardo Gutierrez (en Martínez). En algún momento de ese período, entre la Muerte de Pequeña Kitty y mi veloz deterioro, mi mamá descolgó los cuadritos con fotos que teníamos en el pasillo. Asumo que fue en forma de protesta, discreta y austera, porque su hija rubia de ojos azules inmensos y amor por los animales apenas circulaba por la casa, siempre en camisón y nunca volvería a ser igual. Asumo que mi madre tuvo lágrimas en los ojos mientras en furioso silencio descolgaba los cuadritos que guardó en una caja  para siempre. Porque hay recuerdos que son sólo eso, cosas que uno no quiere recordar, que no quiere ver nunca más, todo lo que ya no es y no va a volver a ser. Mis fotos con Pequeña, chiquita, sorprendida, enamorada y sonriente, haciéndole mimos como no le hice a nadie más por los siguientes 20 años. Esos recuerdos que son sólo pruebas de que nunca vas a poder volver a ahí, a ese lugar del que no disfrutaste por completo en el momento en el sucedía. Algo así deben haber sido esos cuadritos para mi madre. Deben serlo incluso hoy porque mudó esa caja muchas veces sin abrirla. Me consta. Tal vez es un intento de dejar ese pretérito perfecto así, como estaba, como fue perfecto y pasado.


***

Miles de años después mientras mi papá recorría una de las casas posteriores de mi madre, la que ella sola construyó y en la que nunca durmió. Ambos ya divorciados, ya con nuevas parejas hacían el tour, ese que algún protocolo inventado por un curioso indica que te paseen por una casa como si fuera un museo con la diferencia de que ahí está todo vivo, it’s all happening. Cuenta la leyenda que mi papá se detuvo un buen rato frente a mi cuarto y el de mi hermana, dio un giro de 180 grados y le dijo a mi mamá: “no sabés cómo te envidio, yo todos los días tengo que pasar por los cuartos de las chicas vacíos y vos las tenés siempre.” Cuando mi papá vino a conocer la actual casa de mi madre – un departamento grande pero no tanto, elegante pero modesto, lleno de luz y ventanas y pasillos eternos pero jamás lúgubres -  quedó fascinado,  la felicitó a mi madre enfáticamente “vos siempre fuiste mucho mejor que yo para comprar propiedades.” Un par de días después apareció con algunos muebles que había comprado en un remate esa tarde que conoció Figueroa Alcorta, especialmente pensando en mi madre, pobre, es corto de vista y le pegó a la mitad, pero vino a traer algunos como si fueran ofrendas al Mago de Oz  o un recién nacido.

Mi hermana y yo nunca estábamos en estos casos pero estas fueron las explicaciones que recibimos y los escenarios que tácitamente armamos para completar los baches en esas historias contadas con mucha discreción y algo de vergüenza. La narrativa elegida.

 Porque mi papá siguió enamorado de mi madre años después, porque aunque él la dejó nunca pudo procesar el final de todo eso como la gente procesa sus separaciones. Porque como le confesó a mi madre una vez: ese pasado en Ricardo Gutierrez, los cuatro juntos, nosotras tres rubias y sonrientes, las flores en las ventanas y las vacaciones locas todos juntos quedó, para él, encerrado en el castillo de Magic Kingdom, lugar al que –como todas las familias de los noventas, casi por obligación legal- fuimos y pretendimos disfrutar. Aunque nunca tanto como los fines de semana en el campo, volviendo a Buenos Aires apurados para comer pizza en nuestro lugar favorito, cocinar fondue en casa o inventar algún programa/empresa rarísimo que sólo nosotros podríamos haber ideado, con la mente de mi padre y el pragmatismo de mi madre.

***

Mañana me operan a mí y al perro de mis hermanitas. Mi papá, naturalmente, va a estar en la sala de espera de la clínica veterinaria. Porque yo ya soy grande, porque puedo sola, porque las cosas cambiaron y porque mi papá nunca pudo lidiar con que su hija, primogénita y perfecta, se rompa para siempre.

1 comentario:

Lucho dijo...

Esto es muy triste, pero muy lindo. Hay algo ahí, dando vueltas, que me hizo seguir leyendo a pesar del dialecto martinez -si se me permite-.
Me gusto mucho!